jueves, 28 de junio de 2007

Hablarte


La pieza estaba casi en penumbras. Solo una luz tenue y lunar alumbraba tímidamente la habitación.
Abel entró y no cerró la puerta. Los hombros cargaban el cansancio del día; la camisa caía sobre el pantalón. Lo único que quería era desplomarse sobre el colchón y desvanecerse. El dormitorio era pequeño y muy acogedor. Una cama ancha ocupaba casi toda la superficie de la pieza. También había un velador con la bombita quemada y unos libros viejos contra la pared escrita. En fibra negra e indeleble y letra grande y redonda asomaba un poema abierto del escritor Walt Whitman. Decía:
“Desconocido, si al pasar me encuentras y deseas hablarme ¿Por qué no habrías de hacerlo? ¿Y por qué no habría de hacerlo yo?”
Abel era una persona sumamente callada. No porque no quisiera hablar o porque no tuviera algo importante que decir, sino porque era tartamudo. Le costaba un esfuerzo sobrehumano poder pronunciar una frase completa que se armara con más de cinco palabras. Debido a su tartamudez quedaba siempre al margen de cualquier conversación. Esta condición lo convirtió en una persona solitaria y casi muda.
Estaba agotado, había trabajado de sol a sol y a la noche se había aburrido en el cumpleaños de su abuela. Algunos comentarios resonaban todavía en la cabeza. No recordaba si los había escuchado en la tele, o de la boca de sus primas. La candidatura política de una vedette, violación de ancianas, la deuda externa...
Hundió lentamente la cabeza en la almohada y disfrutó de ese maravilloso instante que se tiene antes de dormir. El sueño repitió la temática de noches anteriores. A veces era una señora que se vestía con ropa apretada; una quiosquera que le gritaba a sus hijos mientras se hundía en el freezer y hurgaba helado con una cuchara de lata. Las piernas elongadas y la cintura corva prologaban un banquete pantagruélico para un solo comensal. Pero esta vez, el sueño dibujó a la morocha que habitualmente tomaba el colectivo con él. Una señorita de senos belicosos arrebatados por miradas furtivas y ansiosas.
Siempre eran mujeres que se cruzaban en su vida, que las deseaba, pero a las que nunca se había animado a hablar.
Se despertó aún más cansado que cuando se acostó. Despegó la espalda de la sábana y se sentó en cuclillas contra el respaldo de la cama. Descubrió con vergüenza, entre sus piernas, las huellas de una erección.
Mientras se cambiaba leyó por enésima vez el poema de Whitman.
Ya no era necesario que lo leyera. Lo sabía de memoria.
Eso si, nunca lo recitó.
Mauro.