Por fin puedo arrojar
al tacho de basura mi día laboral. Todo el día actué como un maldito
miserable. Comiendo un sándwich de vacío mientras iba a cobrarle a un moroso. O
tratando de quedar bien con el idiota de mi jefe. Pero ahora me siento bien
distinto, ya no actúo como un asesor de crédito que quiere alcanzar el premio,
ni como un estudiante que mira el
celular aburrido mientras la profesora da clases. Ahora voy suelto por las calles de
Lomas y el viento fresco del invierno, me desparrama tu adorable recuerdo, que
me llena de ganas. Me gustaría cruzarme contigo, chica poeta. Pero es tan
remota la posibilidad de encontrarte, que sería absurdo desearlo. Estaría bueno
visitar a un gran amigo, pero creo que ya no tengo…
Si tan sólo me acompañara mi perro, podría hacer mil
cosas, ir a la villa de Talleres a pegar
faso por ejemplo, pero Maxi murió hace dos meses. Que Dios lo tenga en la
gloria…
Mi compañera y mi
hijo político están en el cumpleaños de mi sobrino político. Yo no fui pero el
pibe me cae perfecto, le deseo un gran año para él y para su cuadro de fútbol.
La semana que pasó estuvo tan gris como mi suerte, pero como
leí en una pizarra en el jardín de mi nena
esta mañana, “El sol del veinticinco viene asomando”, comencé a abrigar
ciertas expectativas al respecto. Mientras
las aves de tormentas sigan corriendo
por encima de esta parada desértica, y el vendedor de alfajores triples se haya vuelto a su casa, siempre habrá esperanzas de que salga el sol mañana. Por lo pronto
asoma el 318 violeta que me deja a dos cuadras de casa. El colectivo va
semivacío, el chofer, un hombre dormido con la boca abierta en el último
asiento, y una paisana que teje y teje, son mis únicos acompañantes, me siento
en intimidad con ellos, como si no hiciera falta mediar palabras para sentirnos en confianza. El vaivén parsimonioso del bondi me acuna contra la ventana. Las
luces de afuera se reflejan en el vidrio empañado como una fibra mojada. Me siento tan cómodo que me da paja bajarme en la próxima parada. Hay una atmósfera
de despreocupación en el bondi que sin quererlo me absorbió. Cargo mi mochila y saludo al bondilero que me mira por el espejo
retrovisor. Las calles de Escalada están empapadas. En la esquina el hambre
clama, una señora busca en las bolsas de basura algo apetitoso, ó de valor.
Cuando cruzo la avenida, la vieja de
pelo entrecano y grasiento, me mira fijo, como una leona hambrienta que acecha a
su presa. Me da pavor. No me atrevo a dejarle una moneda, aunque después
regrese sobre mis pasos y me acerque tímido hacia ella.
-Sin ánimo de ofenderla señora, le dejo una consideración-
Le ofrecí cinco pesos más miserables que yo. No tenía el valor de mirarla de
frente. La situación era tan ridícula
que la señora comenzó a soltar una risa que sonaba como el graznido de un cuervo.
Me puse cada vez más incómodo a medida que aumentaba el sonido de sus carcajadas
destempladas. No soporté más mi recelo y la miré de frente. ¡Qué mirada tan
profunda e inolvidable detrás de esa cara curtida por el filo del invierno! Cuánta
sabiduría acumulada detrás de tanta tiniebla maloliente! La señora, intuyendo mi
sorpresa, de un zarpazo tomó el billete arrugado y continuó con lo que estaba
haciendo. Me despedí imperceptible y pude comprender lo que había ocurrido, acababa
de ver una cabeza de tormenta, una alma
poeta despojada de su familia, sin amigos, degradada por la ingratitud. Una
sobreviviente de esa multitudinaria
generación de esclavos del dinero.
Mauro.
Mauro.
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